lunes, 19 de septiembre de 2011

"La estrella de la tarde" y "Espíritu Errante" - Porfirio Barba-Jacob (Colombia, 1883 -México, 1942)

Foto: "Candelaria" / Javier Carreño


LA ESTRELLA DE LA TARDE



Un monte azul, un pájaro viajero,
un roble, una llanura,
un niño, una canción... Y, sin embargo,
nada sabemos hoy, hermano mío.

Bórranse los senderos en la sombra,
el corazón del monte está cerrado,
y el perro del pastor, trágicamente,
aúlla entre las hierbas del vallado.

Apoya tu fatiga en mi fatiga,
que yo mi pena apoyaré en tu pena,
y llora, como yo, por el influjo
de la tarde traslúcida y serena.

Nunca sabremos nada...

¿Quién puso en nuestro espíritu anhelante
vago rumor de mares en zozobra,
emoción desatada,
quimeras vanas, ilusión sin obra?

Hermano mío, en la inquietud constante
nunca sabremos nada...

¿En qué grutas de islas misteriosas
arrullaron los númenes mi sueño?
¿Quién me da los carbones irreales
de mi ardiente pasión, y la resina
que efunde en mis poemas su fragancia?
¿Qué voz suave, qué ansiedad divina
tiene en nuestra ansiedad su resonancia?

Todo inquirir fracasa en el vacío,
cual fracasan los bólidos nocturnos
en el fondo del mar; toda pregunta
vuelve a nosotros trémula y fallida,
como del choque en el cantil fragoso
la flecha por el arco despedida.

Hermano mío, en el impulso errante
nunca sabremos nada.
Y sin embargo...

¿Qué mística influencia
vierte en nuestros dolores un bálsamo radiante?
¿Quién prende a nuestros hombros
manto real de púrpuras gloriosas,
y quién a nuestras llagas
viene y las unge y las convierte en rosas?

Tú, que sobre las hierbas reposabas
de cara al cielo, dices de repente:
“¡La estrella de la tarde está encendida!”
Ávidos buscan su fulgor mis ojos
a través de la bruma, y ascendemos
por el hilo de luz...

Un grillo canta
en los repuestos musgos del cercado,
y un incendio de estrellas se levanta
en tu pecho tranquilo ante la tarde,
y en mi pecho en la tarde sosegado...

                                  Monterrey, 1909


ESPÍRITU ERRANTE

Espíritu errante, sin fuerzas, incierto,
que trémulo escuchas la noche callada:
inquiere en los himnos que fluyen del huerto
de todas las cosas la esencia sagrada.

Ni marques la ruta ni cuentes las horas.
¿Acaso el misterio culmina
en las altas montañas sonoras
que nutren el roble y la encina?

Quizás en el fondo de oscuros arcanos
tú vives de ciencia, de luz y de gloria,
y a mundos externos las manos divinas
entreabren la reja ilusoria...

¿Quién sabe en la noche que incuba las formas
de adusto silencio cubiertas,
qué brazo nos mueve, qué estrella nos guía?
¡Oh sed insaciable del alma que busca las normas!
¿Seremos tan sólo ventanas abiertas
el hombre, los lirios, el valle y el día?

Espíritu errante, sin fuerzas, incierto,
que trémulo escuchas la noche callada:
inquiere en los himnos que fluyen del huerto
de todas las cosas la esencia sagrada.

                                  La Habana, 1907

Foto: Nick StMarten PhotoGraphēr


Texto tomado de: Barba-Jacob, Porfirio. Barba Jacob para hechizados / selección y notas de Jaime Jaramillo Escobar. Medellín: Biblioteca Pública Piloto, 2005. pp. 27-29, 76.

Fotografías en http://www.flickr.com/photos/javiercarreo/463417679/in/pool-por_bogota#/photos/javiercarreo/463417679/in/pool-1142968@N24/ y http://www.flickr.com/photos/photostmarten/6072470600/in/set-72157627498516392/

jueves, 1 de septiembre de 2011

LOS MERENGUES - Julio Ramón Ribeyro (Perú, 1929-1994)*

Merengue peruano, en http://www.perugg.com/gastronomia/comida-peruana-5329.html
Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las monedas —había aprendido a contar jugando a las bolitas— y constató, asombrado que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.

En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues —blancos, puros, vaporosos— lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salvación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:

—¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los clientes!

Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.

Él recordaba, sin embargo, algunas escenas amables. Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tenía papá y por último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.

—¡Empara! —dijo, aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus colmillos.

Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.

Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes, ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario pero no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.

—¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!

Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz de esa cabaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono imperativo:

—¡Veinte soles de merengues!

El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó despachando a los otros parroquianos.

—¿No ha oído? —insistió Perico excitándose—. ¡Quiero veinte soles de merengues!

El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la oreja.

—¿Estás bromeando, palomilla?

Perico se agazapó.

—¡A ver, enséñame la plata!

Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.

—¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?

—Sí —replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos circunstantes.

—Buen empacho te vas a dar —comentó alguien.

Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:

—Déme los merengues— pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un favor.

—¿Vas a salir o no? —lo increpó el dependiente.

—Despácheme antes.

—¿Quién te ha encargado que compres esto?

—Mi mamá.

—Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.

Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la vidriería, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una voz quejumbrosa:

—¡Déme, pues, veinte soles de merengues!

Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:

—¡Aunque sea diez soles, nada más!

El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.

—¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!

Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.

Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.

*Tomado de